jueves, 14 de febrero de 2008

2008-02-01 - Gerardo Leiva y su encuentro con la sombra.

Pasamos los primeros veinte años de nuestra vida

decidiendo qué partes de nosotros mismos debemos meter

en el saco y el resto lo ocupamos tratando de vaciarlo

Robert Bly

Advertencia: A raíz de la lectura del libro Encuentro con la sombra: El poder del lado oculto de la naturaleza humana editado por Connie Zweig y Jeremiah Abrams, mi sombra ha solicitado participar en el desarrollo de este ensayo. Su participación, aún cuando ha sido controlada, puede resultar un poco ofensiva a los lectores ecuánimes. Mis disculpas por esto.

Alicia.

Nosotros los seres humanos, a diferencia de gran número de nuestros primos animales, somos definidos como seres sociales, capaces de vivir en grupos, de establecer relaciones interpersonales y que, además, éstas pasan a ser parte importante de nuestro desarrollo psicológico. La posibilidad de comunicarnos de forma hablada y escrita, de plasmar nuestras ideas, sentimientos y sensaciones en medios que permitan su transmisión y permanencia más allá de la tradición oral y el aumento en al dimensión de nuestro universo interno gracias al contacto con estas artes o a nuestras propias vivencias nos hacen increíblemente diferentes de los demás seres vivos que habitan el planeta. Pero es justamente esto lo que hace que, al establecernos como sociedad, debamos demarcar normas, principios y leyes para facilitar la convivencia armónica de todos los miembros de la comunidad.

Estos mandamientos, tales como los impuestos por la Iglesia, son inculcados a los niños casi desde su nacimiento, tal como dice Shakira en su canción Pies descalzos:

Saludar al vecino, acostarse a una hora, trabajar cada día (para vivir bien la vida), contestar sólo aquello y sentir sólo esto y que Dios nos ampare de malos pensamientos.

Cumplir con las tareas, asistir al colegio, qué diría la familia si eres un fracasado, ponte siempre zapatos, no hagas ruido en la mesa, usar medias veladas y corbata en la fiestas.

Las mujeres siempre se casan antes de los 30 o se quedarán a vestir santos (aunque así no lo quieran), y en la fiesta de 15 es mejor no olvidar una fina champaña y bailar bien el vals.

Una vez enumerado en mayor medida las exigencias de la sociedad para pertenecer como un miembro distinguido de ésta, se puede comprender por qué cada día es necesario ir agregando a nuestro saco aquellos rasgos contrarios a los requerimientos sociales. Sin embargo, el fragmento de la sociedad donde creció y se educó Gerardo Leiva, su madre y hermanos se encontraba muy alejado de estas convenciones sociales y, en vez de exigir el uso de corbata en las fiestas, la vida le obligaba a mantenerse a la fuerza en el camino, donde sólo pasa el más fuerte y el más imbécil. Estos fueron los caminos que eligieron, respectivamente, Gerardo y su hermano menor, Santiago. En el caso de Gerardo, su saco[1] empezó a formarse en una comunidad cercana al mundo animal, donde la gente no vive, sobrevive, y que quienes permanecen allí por largo tiempo, como su caso, terminan muertos o como repartidores de muerte. Aunque toda regla tiene su excepción, Santiago, el hermano menor de Gerardo, se encargó de vivir en las mismas condiciones y de seguir de largo gracias a su imbecilidad - ¿podríamos llamarlo de este modo? Imbecilidad… Sería mejor decirle estupidez, pero no permanecería resonante en nuestra mente -.

Mientras Gerardo se encargaba de desterrar de su yo todo lo bueno y educado, para ir convirtiéndose poco a poco en un ente desprotegido, fácilmente dominable por la sombra, Santiago vivía protegido del mal que lo rodeaba. Hasta que su estupidez – esta vez debería ir en mayúsculas… pero cabe preguntarse, ¿acaso el estúpido no fue Gerardo al sabotearse el futuro? – obligó a Gerardo a salvar el honor de su casa matando al borracho que molestaba a su madre – mala decisión, Gerardo… permitir que la sombra te tomara momentáneamente –. En este momento crucial, donde su vida y la de aquellos que lo rodeaban dio un giro de 180°, Gerardo es enviado a la cárcel a pagar sus crímenes – pagar sus crímenes, suena incluso moralista… como si así pudiera alcanzar la redención – y vio truncado así su futuro como pugilista – ¿pugilista?, ¿acaso Gerardo no había luchado toda su vida para ser el peor de los malandros de su zona?... “su futuro como pugilista”, casi podríamos decir que la jugada del destino no fue enviarlo a prisión, si no enamorarlo y convencerlo que podría dejar de ser la escoria que él mismo se había trazado como destino –.

Para Gerardo la cárcel fue la incubadora de su sombra, donde ésta comenzó a crecer y a aprender de su derredor cómo sobrevivir sin ser exterminada junto al hombre que le da vida. Al salir de la cárcel, el destino decide jugarle sucio nuevamente, convenciendo a Santiago que debía rendir culto a su hermano convirtiéndose a sí mismo en el peleador que Gerardo no pudo llegar a ser. De este modo, su sombra concibió la necesidad que tenía la vida de pagarle una indemnización por los daños sufridos y que el deudor era el propio Santiago – ¿y qué mejor modo de cobrarlo que destruyéndolo? Sería el pago perfecto, después de que Santiago había derrumbado su sueño de redimirse con el mundo –. Tal como dice el propio Gerardo:

“No quiero que fracase, por eso debo parar esa carrera hacia nada que está emprendiendo el muchacho”. Pero muy dentro comenzaba a hervir – al principio sin querer reconocerlo; luego se me iba a revelar con toda la amargura – otra fuerza, una voz imperiosa que me ordenaba detenerlo[2]

Mientras la vida de Gerardo va avanzando, en este caos mental entre los dictámenes de la sombra y la voz de la cordura de su madre – y de cualquiera lúcido sin ese camión de odio persiguiéndolo –, y la carrera de Santiago va ascendiendo, la sombra toma, una vez más, el control de las decisiones de Gerardo:

(…) un veloz recorrido mental a los sucesos del día me hizo dar con un valiosísimo descubrimiento. Había un hijo de puta a quien tuve que haber matado esa tarde, y no lo hice (…). Entonces comenzaron a encenderse luces y a sonar campanas. ¿No será una buena idea utilizar a Santiago para que hiciera por mí el trabajo de la destrucción, primero dentro, y luego fuera del ring? ¿No sonaba misterioso, tan extraño como genial, el repentino dictado de esa voz oscura, ese dictado que clamaba: utiliza a Santiago como un arma? ¿No estaba claro que eso era el preámbulo de la fase más ambiciosa de mi plan, aquella que quedaba resumida con sólo completar la frase: utiliza a Santiago como un arma contra sí mismo?[3]

A medida que se suceden las horas, los días y los meses, Gerardo se va adentrando mucho más en la pobre psique de Santiago, dominándolo por el sentimiento de culpa tan grande que éste siente por las desgracias de su hermano, su ídolo. Con cada pelea, cada comentario y recomendación, Gerardo va consumando el plan de su sombra: Santiago comienza a pagar poco a poco la letra de cambio de vida que firmó sin saberlo. Hasta que, en el último minuto, cuando ya no era necesario continuar fingiendo y el daño estaba por consumarse, la sombra de Gerardo muestra su temido rostro:

Santiago, desconcertado quizá por tanto aire libre, tornó a distraerse con los objetos y sucesos más insignificantes como la inmovilidad de una luz roja, y con sucesos más complicados como unas faldas cortas, ante las cuales no dudaba en soltar su risita boba. Lo hice caminar un rato por varias calles en busca de un sitio lo bastante solitario para fabricarle un epílogo adecuado a todo aquello. ¿Cómo lo haría? ¿Quizá con una piedra directa en medio de la cabeza? ¿Tal vez un empujón al pasar un camión? ¿Una zancadilla al llegar a algún precipicio o a una azotea lo bastante alta? La experiencia misma daría las instrucciones. (…) Sin quererlo (…) nos mezclamos con los curiosos y la gente que trabajaba (…) Santiago se vio especialmente atraído por el tigre, un tigre de Bengala. Junto a su jaula se quedó extasiado, ausente. Entonces, por última vez, surgió desde el fondo mi sabia voz oscura, la que brotaba de adentro: tal vez no era necesario acudir a ninguna violencia, tal vez bastaba con simularla. (…) El tigre espantó unas moscas con un movimiento de sus orejas. A Santiago ya no había mosca sobre la tierra que lo hiciera reaccionar. Regresé, sólo y sin deudas por cobrar (…)

Es aquí la última aparición de la sombra, cuando ya la deuda de Santiago ha sido solventada. Cuando ya la vida ha pagado con la sangre de otro, las heridas infringidas, sentidas o imaginadas. La sombra de Gerardo nunca fue tan profunda y reprimida con aquellas que reconocemos en la literatura, Mr. Hyde o Fausto por mencionar sólo dos, pero es más real entonces, no es producto de la imaginación del autor al hacer referencia a lo que puede sucedernos de continuar una vida excelsa ocultando nuestras debilidades, si no del hecho mismo de la liberación – aunque lenta en este caso – de la sombra. Todos nosotros, vivimos bajo el estudio constante del microscopio de la sociedad y sus normas y esto se convierte en el detonante de la salida cada vez más violenta de la sombra, que de ser escapes más frecuentes y menos ominosos serían beneficiosos para la completitud de nuestra personalidad, tal como expresa C. Jung cuando dice que preferiría ser un individuo completo antes que una persona buena[4].

La sombra es, simplemente, todo lo que hemos ido rechazando en el curso del desarrollo de nuestra personalidad por no ajustarse al “ego ideal”[5] y que, para Gerardo, simplemente se convirtió en el espíritu que lo acompañó para mantenerlo lúcido y con la misión de salvar sus deudas con el mundo. Es por esto que, al despedirse en la carta a Carlos, dice:

Obsérvalo con atención pero no lo compadezcas, ignora su cantar porque no es de este mundo; no escuches su canción desesperada ni llores su destino. Pero por una vez en la vida hazle honor y justicia. Apláudelo larga, tierna, calurosamente, hasta hacerle recordar y sentir en la piel a las multitudes que lo adoraron; celebra con él y dale mil felicitaciones, pues finalmente ha cumplido su más alta penitencia: pagarle una vieja deuda a quien sí pudo haber sido – aún lo creo – el más poderoso de los truenos[6]



[1] Zweig, C. y Abrams, J. Encuentro con la sombra. Pág. 19.

[2] Duque, J. R. No escuches su canción de trueno. Comala.com. 2000. Pág. 39.

[3] Duque, J. R. No escuches su canción de trueno. Comala.com. 2000. Pág. 99.

[4] Zweig, C. y Abrams, J. Encuentro con la sombra. Pág. 24.

[5] Zweig, C. y Abrams, J. Encuentro con la sombra. Pág. 25.

[6] Duque, J. R. No escuches su canción de trueno. Comala.com. 2000. Pág. 223.

1 comentario:

JRD dijo...

Ajá, me quedé esperando la intervención de tu sombra en el ensayo.
Fuera de broma, te agradezco mucho el interés en la novela, y también el aporte analítico. Me ha servido para verla con otros ojos.

Salud.